Cuestión de fe

Era diciembre y Dolores estaba harta de las luces navideñas y del verde y rojo de las guirnaldas en las calles. La tarde en que fue al centro comercial a buscar ese encargo, lo hizo de mala gana y con la añoranza de huir de la multitud lo antes posible.
Al entrar, no pudo evitar pasar por la librería. Fue hasta la parte de poesía francesa buscando un libro que llevarse en el próximo viaje. Entonces, detrás de ella, una voz cavernosa le susurró “Que procedas del cielo o del infierno, ¿qué importa?,¡Oh, Belleza! ¡Monstruo enorme, horroroso, ingenuo!”. Disimulando el estremecimiento, ella completó la frase de forma espontánea “Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie me abren la puerta de un infinito que amo y jamás he conocido. Baudelaire ¡claro!”
A Dolores esa voz la conectó con una emoción profunda. Un extraño, aún sin rostro, era el causante de esa magia que exaltaba sus curvas, de esa provocación sensual, susurrante, hacia el infierno del amor.
Se giró para verlo. Una larga barba blanca (de seguro postiza) y un gorro rojo constituían el marco de la mirada que le atravesaba la piel. Se sintió ruborizada y un impulso extraño le hizo estirar la mano para saludarlo, “me llamo Dolores” le dijo. El hombre tomó su mano entre las suyas y murmuró con astucia “Nombre que no hace honor a su hechicera”. Ella se ruborizó por segunda vez.
A continuación, hablaron largo rato de sus vidas. Como extraños conocidos compartieron gustos literarios, opiniones políticas y conflictos internos. Cuando él se disculpó por tener que regresar al trabajo, ella supo que volverían a verse. Hacía tiempo que ningún hombre lograba disuadir la medida del tiempo y este había hecho que ocurriera: ya era tardísimo y debía regresar con la compra a casa.
Quedaron en verse al otro día en el la misma librería, en la parte de poesía española (él le hablaría sobre unos versos de Machado que quería dedicarle). Los días siguientes cumplieron su promesa de encanto. Bebieron café, charlaron hasta la madrugada y la última noche se besaron. Dolores había soñado con esa boca, con el vuelo que la conectaba con su vientre y esas manos exquisitas.
Tanto tiempo después, todavía recuerda con todo detalle esa última tarde. Era un 24 de diciembre y él no acudió a la cita. Supuso que se habría retrasado y lo esperó más de una hora en el sitio convenido. Quiso excusarlo, pensar que habría tenido un percance, que quizá no habría podido salir del trabajo o que su madre habría enfermado. En el fondo, nada rebatía la certeza íntima de que no volvería a verlo.
Fue hasta el centro comercial, lo buscó por todos los rincones. Llegó hasta el mostrador de la librería. Una chica de rostro pecoso la increpó con fingida amabilidad, “¿En qué puedo ayudarla?”. Pero Dolores, que no tenía tiempo ni ganas para cortesías, fue directo al grano: “¿Ha visto a Papá Noel?”. La chica se mojó los labios, la miró con desaire y, como prolongando un placer infantil, respondió “Papá Noel no existe”.
Alrededor, la multitud, ajena a todo, acarreaba turrones y niños con globos. En medio del barullo, Dolores pensó “Me lo temía”, mientras una lágrima le engrasaba el cristal de las gafas.