Veyesa


Foto Dimitri Daniloff
Tal bes lo ke la enorguyecía ehra su jesto ciniestro, ezos dos uekos en la kara. Se adibinava las manos como ganchhos, el caveyo berde sobre la hespalda encorbada, la voka pegajoza y sin dihentes, la cavesa hachatada. Toda esa horrorsura, tan sulla.
Savía de memoriha las zicatrizes que le atrabesavan el pechho; konosía sus grandes manchhas en la pihel y las zuturas de carnizero, ke acían las veses de sejas. No se reflejava en los charkos: su imajen biscosa se undía a la primera de kuentas.
Crusava la tarde henfundada en sus votas y los gatos del descanpado se eskurrían entre sus pihernas torsidas. Su interior hera un collash de tripas donde la sangre oxigenava rinkones inesplorados, intocavles, solos.
Y fue durante su avitual kaminata, una mañanah kualkiera, ke enkontró aquel espejjito de marko roídoh. Se asercó y lo lebantó con kuidado.
Al berse por primera bes se yebó los gannchos a la planisie y la respirasión le conbulsionó todo el querpo, toda eya fue temvlor. Y jritó, gritóh, grrritó…
Pero su boca nueva la engulló por completo.

Instante

Esta mañana tengo el cuerpo con sabor a sexo. Es suave, una mezcla de mirra, sal, vino negro. Te miro y pienso que sería mejor que me devuelvas el mate antes de que se enfríe. Quién sabe cuánto durará el temblor de la piel, la anestesia encima de la historia. Las tostadas se queman. Huelen a dolor tus párpados. Aunque los aprietes se escabulle, te envuelve la cara de miserias. Hay miguitas de pan sobre la mesa, la manteca se ablanda. El corazón golpea con violencia y las manos se me van, trepan a tus hombros para comprobar su temperatura. Te tranquilizás. Otra vez la factura de luz sin pagar. Quizá cuando todo esto termine, cuando volvamos a ser extraños, se me borre de la boca la textura de tu lengua. Hierve el agua de nuevo, hay gritos en la calle. Puede que esta sea la última mañana juntos. Suena el teléfono, ella no vive más aquí. Hoy te quiero más. Apagás el ordenador, ya has respondido todos los mails, tenés que irte. A mí me espera la ducha, simulacro del olvido.

Domingo

Foto Catherine Renaud
Necesita que algo le cuente sobre él. Lee un libro amarillo, mugriento, de poesía francesa. Busca encontrar su mirada negra, su inconformismo. No la contenta saber que está bien: quiere espiar sus pensamientos, lamer su cuerpo roto, sus lunares. Relee viejas cartas. Es domingo y ya no hay almuerzos familiares. La soledad de la casa le recuerda la propia. Llora reclinada sobre la mesa. En las cartas hay caricias. Se refugia en esa especie de madre muerta, en el recuerdo que la ampara del vacío que siente, el vacío de él. Sus palabras se han convertido en estructuras huecas. Dónde estarás. Por qué tan lejos. Una tristeza la fagocita. Sabe que si sigue pensando en él sonará el teléfono de un momento a otro, con cualquier pretexto, para saber cómo está. Ignora cómo detener esa nostalgia suicida. No aguanta sus excusas aún antes de oírlas. Quisiera convencerlo de que no lo perdonó, colgar. Aunque sea mentira, aunque el teléfono no suene.