Impar

Le dolía esa pierna. No había quemazón más insoportable, lo aquejaba hacía años. Y encima los calambres se hacían cada vez más frecuentes. Se miró al espejo, pensó que ya era hora de afeitarse. Aquella cara había sido objeto de una conquista silenciosa, la tristeza avanzaba inexorable.
Que se hallaba enojado consigo mismo ya no era una novedad para nadie. Por qué mierda se empeñaba su cuerpo en extrañar lo inexistente, si físicamente no estaba, si el médico no había dudado un instante en amputar. La prótesis hacía que su vida siguiera siendo la que era y ese era el problema: antes del accidente su vida tampoco le gustaba, era como una fruta podrida en la boca, una especie de hambre sin estómago, de vacío constante.
Ella lo habría cuidado, se habría quedado a su lado. Hizo bien en mentirle. Ella quería hijos y eso era una locura. Seguro habría quién la quisiera tanto, pasaría el tiempo y lo entendería, claro que sí, era mejor que se largara, mejor así. Si no fuera por aquella tarde donde todo quedó en evidencia, donde bastaron tres segundos para que la moto le aplastara la pierna, nadie lo hubiese notado; hombres impares los hay por doquier. Pero una pérdida se sumó a la otra con una naturalidad inquietante, desde entonces no hubo más que ausencias hacinadas en los armarios. Y para colmo los días de humedad se enfurecían los fantasmas; y a él le dolían tanto Ella, los espejos rotos, la maldita pierna.

Don Salva

El señor Salvador dormía en la puerta de una farmacia, enfrente de una panadería que le brindaba sus cenas en bolsas de plástico.
Tenía casi setenta años y era una persona bastante alegre. Hacía tiempo que lo desvelaba una afición: recolectar palabras.
Cuando en la ciudad se estrellaba la última luz, Salvador ponía en marcha su carrito y recorría kilómetros en busca de letras pegoteadas y perdidas entre la basura.
Había quienes se deshacían de ellas por ser de temporadas pasadas; otros, debido a traumas familiares o cacofonías, había de todo. Sin embargo, las preferidas de Salvador eran las apolilladas ya que les colocaba remiendos semánticos y quedaban como nuevas.
En el bolsillo del saco guardaba un “CARAY” como si se tratara de una pieza de colección. Pero tenía otras especiales, insultos como “PELELE” seguían divirtiéndole mucho. Poseía en su haber tanto palabras enloquecidas como fósiles lingüísticos. Algunas mordían, otras simplemente lo ignoraban.
A veces las palabritas que hallaba estaban rotas o en mal estado. Las alimentaba con tinta si hacía falta y, de no haber más remedio, las enterraba en el parque construyendo una fosa pequeña para cada una.
Una noche abrió una caja de cartón y, entre cáscaras de papas y restos café, encontró “DIOS”. Al principio no dio crédito a lo que veía. La sacó con cuidado, la limpió con el puño y se la abrochó en el ojal. De regreso a la farmacia pensó todo el camino en lo que le acababa de suceder, también en que el estómago le hacía ruido. Se sintió algo cansado.
Fue al cruzar la avenida que no vio ese taxi, y la ambulancia llegó diez minutos tarde. Los testigos afirman que no encontraron manchas de tinta sobre el pavimento (todas las palabras salieron ilesas, según dicen, de puro milagro).

Desretrato

Con clavos en los ojos,
miro la pared.
Pienso en vos.

Los dedos
se beben mi sangre.
Tu boca viaja hacia mí
y besa mi piel amarga.

Luego todo me fagocita entera.
Quién me habrá mandado
a pensarte.

Ya disuelta en tu estómago,
te espío.
Me recordás
con los libros de inglés,
como si fuera aún aquella tarde.

Pero hoy estamos solos,
uno dentro del otro.

El recuerdo no es más
que un juego de cajas chinas.

Observamos paredes
y la tarde
aniquila retratos.
Los clavos se oxidan.