Cuándo voy a morir

Hace veinticinco años que el señor Álvarez vende seguros de vida. Cada día su mujer lo abandona para ir al trabajo; y al regresar él le pregunta “¿cómo te fue hoy?” mientras ella lo ignora con una disciplina admirable.
Tienen dos hijos y tres gatos que nadie alimenta. Mejor dicho, los hijos –de nueve y once años– suelen alimentar a los gatos y viceversa, ya que gatos y niños comen del mismo bote. Por lo general, Álvarez y su esposa son buenos padres: procuran tener siempre hígado enlatado en la alacena de la cocina.
En esta casa –al parecer– sólo gatos y niños viven conformes. Mientras sus padres trabajan, ellos juegan entremezclados y van a la escuela cuando no queda más remedio –los niños claro, porque los gatos aprenden solos.
La tarde en la que el señor Álvarez se quedó en absoluta soledad –es decir: sin su esposa ausente, con los hijos en el colegio y sus gatos fuera– encendió el ordenador y se dispuso a cultivar su intelecto en la nueva era. Navegando por la red, maldita la hora, se le ocurrió hacer el test de la compañía en la que trabaja. Fue allí cuando su vida se derrumbó.
La felicidad que el señor Álvarez imaginaba podría traducirse en dos palabras –que por cierto, nunca le escuché decir– NO y RENUNCIO. Sin embargo se consideraba muy afortunado de tener una vecina que envidiara una familia bien constituida como la suya, su televisor de pAsTa, de plasTa... de plasma –disculpe mis errores de tipeo– y un trabajo tan bien remunerado.
Pero esa tarde el señor Álvarez no se contentó con ello e hizo el test “¿
Cuándo voy a morir?” a la vez que cuatro millones de personas. Y en pocos minutos tuvo ante él el resultado.
“Es un juego”, pensaba mientras era conducido de forma inexorable al laberinto de su angustia. El señor Álvarez manchó el touchpad con lágrimas mugrientas y, antes de apagar el ordenador, trató de olvidar el resultado del test. Luego fueron llegando su mujer, sus hijos y sus gatos. Todos entraron por la misma puerta, en fila, mientras él se repetía “no soy inmortal, no soy inmortal, no soy inmortal”.

Esa puerta

Que se fuera con sus puertas a otra parte, que la dejara en paz. Se lo había gritado en la cara, lo había escupido con la voz negra esa última noche, cuando una saliva extraña se desparramó sobre la colcha. Con el agua podrida de su boca quería lavar la cama, la habitación, el mundo.
Ya no aguantaba más el pasado de él mordiéndole los talones. Un pasado de puertas, lleno de gemidos, murmullos y golpes que no la dejaban dormir. Eran como agujas en la cama, hilos de metal que mordían el silencio, las persianas. Mujeres que atacaban con vestidos de flores, espectros famélicos que le recorrían el sexo.
Noche a noche, la habitación se llenaba de ojos tras las cerraduras. La casa parecía un cementerio de pelucas humanas, de bocas y sudores que atravesaban las paredes, que espiaban. Al menor descuido, una mano blanquísima deslizándose por todo él. Por eso ella le había gritado con el estómago encogido, y luego no se dijo más.
Él recogió una a una sus mujeres antiguas. Dobló despacio cartas, fotos y voces, amontonó todo en una maletita y se fue.
Ella comprobó que le dejaba las llaves junto al jarrón chino. Eso la tranquilizó, volvió a la cama. Sobre el alféizar se derramaba un domingo de lluvia.

Recién después y en absoluta oscuridad, acarició sus pechos planos, sus caderas de madera, la cerradura húmeda. Sin encender la luz, se llevó las manos a la frente y tanteó perpleja el picaporte.