Bestiario uno

Nadya tropezó (siempre se caía). Rodó por las escaleras perdiendo las uñas, el pelo larguísimo y negro se le enredó en la baranda. Mientras descendía por el caracol de hierro, maldijo las baldosas porque estaban embarradas (siempre llovía). Improvisó un poema sin sábanas, adonde iba no las echaría en falta. La cabeza le daba contra los escalones altos, uno a uno, un sonido seco. Entre ellos reinaba un vacío reconfortante.
No sangró. Los golpes le mezclaban los recuerdos, al fin y al cabo no eran tantos. Algunos huesos le crujían en la espalda pero no sintió dolor, el descenso parecía inagotable y empezaba a impacientarse (siempre se inquietaba).
Ya casi llegaba pero no, todavía no, quedaba un tramo más por bajar. A medida que resbalaba sobre el metal, su piel se poblaba de escamas. Por suerte, justo antes de que dejara de respirar, el opérculo comenzó a articularse. La aleta caudal le funcionaba también. Así que llegó a la humedad, infierno del agua. La muerte no era tan grave (nunca lo era).