Bichos
de alitas inmundas, con esos cuerpos regordetes cargados de larvas. Recuerdo cómo
empezaron su invasión lenta hace algunos veranos. Primero, tímidamente, sobre
los armarios de la cocina, después se instalaron en los placares; y en poco
tiempo ya habían copado la nevera, el horno y hasta los rincones más disimulados
de la ducha.
Sacabas
del cajón un par de medias, abrías la tapa del inodoro o te hacías un té, y ahí
estaban: sembrando sus gusanos por todos lados, cientos de bebecitos asquerosos
que se arrastraban a sus anchas por paredes, platos y cubiertos.
Cuando
los vi en el chocolate que guardaba en la caja fuerte –suizo, extrafino, con
almendras enteras, ochenta y cinco por ciento cacao– estallé de ira. Fui a la
ferretería, a la droguería, a la farmacia… Cargué un arsenal de veneno.
Ellos
me esperaban en casa, como siempre, frotando amenazantes sus antenas. Ni bien
entré, pude sentir cómo los miles de ojitos brillantes escudriñaban todos los
rincones de mi ropa. Les dirigí una mirada que supieron comprender en seguida –no
tenían un pelo de tontos–, así que sacudieron sus patitas y fruncieron el morro
a la espera de que atacara primero; aunque yo me mantuve impasible y esperé (años
de convivencia con ellos me habían enseñado lo propio de la especie: conocía su
estrategia, había aprendido a moverme como uno más; podría decirse que casi tenía sus hábitos).
Esa
misma noche rocié con veneno los armarios, la cama y la nevera. Coloqué trampas
deliciosas a las que no podían resistirse. Lo sabía bien: en el fondo eran bichos
débiles, ordinarios.
Podría
haberme ido, pero me acomodé en el sillón y me serví un jugo de naranjas recién
exprimido; paladeé el amargor con placer, mientras comprobaba en nuestras alitas
los estertores de la muerte.