Edén (Diálogo con El Tercer Hombre, de Gilda Manso)

Foto Stéphane Fugier
En este caso, el Edén era su cuello y ella lo sabía. De allí habían sido expulsados los infieles.
Pero la fidelidad no tenía nada que ver con aparatos reproductivos ni cavidades, no. La única condición que ella ponía a sus amantes era no traicionarse a sí mismos. Y en su mayoría caían muertos como insectos, pegados a un veneno ególatra, lejos del deseo.
Ella los enterraba uno a uno. Su nuca se había convertido en un cementerio de hombres. Algunas noches creía sentir lenguas fantasma arrastrándose por su espalda, almas en pena en busca de identidad. Pero una ducha fría le devolvía la calma y se dormía.
Una tarde, mientras leía cerca de una ventana, algo le escoció debajo de la oreja y se rascó intensamente. Se miró la mano y debajo de sus uñas encontró restos de Polifemo. Era normal que se preguntara qué podía hacer un cíclope en su jardín y quién lo había invitado. Sin embargo lo primero que pensó fue que estaría lastimado y fue a encontrarse con él.
Detrás de un arbusto, cerca de su pelo, algo roncaba; ella se acercó despacito. Había leído sobre estos monstruos mitológicos pero no se imaginaba que dormidos tuvieran tal belleza. Se recostó a su lado y le acarició el ojo. Polifemo se despertó de mal humor porque tenía cosquillas. Se miraron. Es que Cortázar tenía razón, de muy cerca y respirando confundidos, eran dos los cíclopes. Tres ojos y dos cíclopes, pensó ella.

*En diálogo literario y experimental con el relato El Tercer Hombre, de Gilda Manso.




A la bestia literaria, sin sábanas.

Futuro

Salía de la oficina cuando una vieja le cortó el paso y capturó su mano. Él no opuso resistencia y la ancianita recorrió con el dedo índice la primera línea de la palma izquierda. Luego le dijo “usté tendrá una vida mu’laaarga”.
El hombre le puso una moneda en el bote con un gesto de gratitud y comenzó sus cálculos mentales mientras se subía al coche. Le faltaban sólo treinta y tres años para terminar de pagar la hipoteca. Para entonces, sus hijos ya se habrían ido de casa y tendría más tiempo para gozar de cierta intimidad con su mujer. Terminó de convencerse al accionar el picaporte.
Su casa era un gran muro y él un fantasma con llave. Abandonó el maletín sobre el sofá y su esposa le dio la bienvenida a su manera “te has olvidado de pagar la luz”. Era una mujer enorme con ojos pequeñísimos. Besó su boca carnosa y se bebió todo el plato de sopa que ella le puso delante.
Poco después la mesa quedó mitad desierta, se continuó el silencio largo. Una náusea le subió desde el estómago. Los niños ya dormían. La rutina. Volvió a mirarse la mano, estaba sudada. Esa noche todo le resultaba particularmente triste. Observó la cercanía de las venas azules, se quitó la corbata. “Quién me habrá mandado a meter la nariz” suspiró, encerrado en el
futuro.

Hogueras


Ojos prestados: Charles Baudelaire
Los poetas plásticos
se otorgan distinciones
y se lamen con vehemencia
en hoteles de invierno.
Publican ciudades,
las ocupan con sus bronces
y escupen los carozos
desde balcones suicidas.

Abajo están los otros,
los que enguantan pies
y enzapatan manos,
minúsculos obreros
de fábricas dialécticas.
Contrabando de luces
en talleres sin ventanas
que pudren, hieden, molestan.
No les quedan a estos
trenes ni pelos por perder,
ni premios por ganar
que de verdad existan.
Mueren
malditos, despreciados, destripados
para que la poesía viva.