El cuco

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Foto Robert Gligorov
Eran las once de la noche y ella no volvía. Los niños se reflejaron al espejo y vieron a dos enanos, uno de cuatro y otro de seis. Temían que al regresar descubriera la marca del pozo del jardín y algún rastro en la pala. La mujer era altísima y les preparaba café con leche templada. A veces no había más que eso para cenar. Ellos la observaban revolver el cacharro sobre el fuego y sentían que los entibiaba también.
Ese lunes era demasiado tarde. No sabían encender la hornalla y se metieron en la cama vestidos. Pensaban que iba a retarlos por lo que habían hecho y, más que hambre, tenían miedo. El más grande se asomó a la ventana y vio acercarse una sombra. Esperó a que la cerradura hiciera el chirrido acostumbrado antes de volver a taparse.
Una mano callosa recorrió las cuatro mejillas, se quitó los zapatos, les puso otra manta sobre la cama y apagó la luz.
Mientras tanto, en el patio, al pie de un árbol, emergía un piquito del barro. A su lado, una pala de plástico. Y sobre ella la sombra del nido.

Ojalá

Foto Chema Madoz
Cose y busca unir las horas, pegarlas una a una. Sobre las grietas de su frente el tiempo descansa como un animal muerto.
En el cajón, escondido, Giovanni sonríe en la única foto rota. Después de la guerra todo él ha pasado a ser de papel, su perfume ya no existe.
Hace más de sesenta años que se lo repite en silencio “no volverá” aunque su carne, casi deshecha, no olvide la textura de sus manos.
Ahora está en la cocina sola, es invierno y la espío. Lee con dificultad en voz alta en un castellano extraño. Su cuerpo es un mapa de cicatrices, tiene una voz potente que le brota desde el estómago y un sentido del humor sobreviviente, igual que ella.
Cuando me acerco realizo el inventario: la radio de madrugada, el café con leche, la espalda encorvada, las manos tersas, un solo pulmón, mucho genio.
Me observa su fragilidad de hierro, se despide aunque bromee. Le sigo el juego y, como si fuera una anciana de juguete, le pinto las uñas.
Reflexiona como si hallara consuelo en el round final “tu sei molto simile a me”. Le aprieto la mano, “¡qué vanidosa resultaste!” le digo, mientras se me diluye un ojalá en la boca.

a la nonna

Blatta orientalis

Observó cómo huía de la alcantarilla, la siguió en su recorrido. Esperó a tenerla cerca y la aplastó con un golpe limpio. Se sintió agudo por la maniobra. Las patas largas y espinosas crujieron bajo su pie. Le dio asco. Se la imaginó trepando a su sandalia, depositando sus cuatrocientos huevos en algún rincón del bar. Pensó que era lo que debía hacer.
Sobre las baldosas naranja, rodeándola, percibió una viscosidad. La examinó. Sus alas posteriores y anteriores se hallaban reventadas, al acercarse más la vio mover las antenas. Descubrió con horror pequeños ojitos que brillaban sobre un líquido marrón. Tragó saliva
. Se inclinó y pudo intuir el chirrido de las piezas bucales, que masticaban de manera involuntaria. Después comprobó cómo se arrastraba con sus tripitas blancas colgándole de lado, cómo intentaba escapar con su medio cuerpo. Se sabía único testigo.
Tuvo ganas de vomitar, corrió a buscar la escoba. Quiso olvidarse pero no pudo. Un grito ahogado lo torturó, sin duda venía de detrás de la barra. Maldito animal, replicó con una bola en la garganta. La boca le dolía. Sintió un ahogo y bebió agua. Algo chillaba. Juntó fuerza e, invadido por una piedad absurda, se acercó otra vez. Había dibujado una traza de baba. Apretó los párpados ardientes, la frente le brillaba de sudor. Alzó el pie lo más alto que pudo, cerró los ojos y lo dejó caer, sinadvertirlasuelaprecipitándosesobreél.