El balcón

La mañana en que Ernesto subió a la octava planta lo hizo por las escaleras, el ascensor le daba cierto repelús. Desde que llegó a esa finca jamás había saludado a los vecinos y no pensaba empezar ese día. No porque el barrio –y el mundo- le parecieran sitios despreciables, sino por su desproporcionada timidez que traicionaba cualquier intento de amabilidad.
Abrazado a la baranda y con un ligero mareo, vislumbró la primera puerta. Llegó hasta ella y llamó. Salió una mujer morocha de ojeras pronunciadas, con una cintura mínima y una boca que le ocupaba gran parte del rostro. Él no la recordaba tan bonita. “Soy Ernesto, el vecino del primero” le dijo. Ella se cerró la bata y le hizo una seña para que pasara.
Se sentaron uno frente al otro. Él sumergido en un sillón azul, ella en un banquito enquencle. “Usted dirá” le dijo, como si su garganta se abriera después de varios días de silencio. “Verá, siempre he tenido ganas de hablar con usted...” Ella lo miró con displicencia “No me diga que ha subido a mi casa para pedirme la mano. Llega tres años tarde” y masticó el resto de la ironía. “Su nota debajo de la puerta me sorprendió y no me animé a subir aquella vez” contestó él en tono de disculpa. Y luego prosiguió “Necesito pedirle un favor”. Ella caviló “¿Y por qué justamente a mí?” respondió, encendiendo un cigarro que le quedaba enorme. “Usted tiene la expresión de las buenas personas” respondió él con un ruego incómodo. Ella lo miró y quiso sonreír pero sintió la mandíbula endurecida.
Ernesto se hundió en un gran silencio. “¿Entonces?” inquirió ella. Él se acercó a su escote, le acarició el pelo con la mano temblorosa. Una gota de sudor le engrasaba la frente cuando por fin pudo decirle “Necesito que me preste su balcón”. Ella no lo rechazó, se quedó pensativa unos segundos quizá porque su contacto había implosionado algo íntimo. “Pero usted también tiene uno” argumentó. Ernesto se levantó, miró por la ventana. El barrio le parecía menos asqueroso desde tan arriba. Los techos rojos escondían el hedor del meo, las maledicencias y las juergas de la calle. Juntó valor, ambos estaban de pie, su cintura pequeña se transparentaba a través de la tela. Buscó su mirada, y como si se jugara la vida le dijo “Desde el mío sólo conseguiría romperme una pierna”.

Rutinario

El payaso se bajó de la cama, se quitó el pijama a rayas y se puso la piel.