Celebración


Es veinticuatro de diciembre. Los familiares entran en fila y cuelgan los abrigos como insectos educados. Las vecinas beben anís; alguna riñe a los chicos por jugar en las habitaciones, otra ojea el periódico del día anterior.
El perfume de los nardos adormece hasta los jarrones. Bajo los marcos de las puertas, los más allegados tertulian con complicidad, intuyen el banquete con un hueco en el estómago; las tazas fundan anillos de café en las repisas y una abuela se hurga la nariz.
En el patio techado, ahí donde prevalece el rojo de las velas,  hay un discreto tumulto de hipos y jadeos y se atrincheran conversaciones triviales.
Para entonces, las vecinas están casi borrachas y los niños más pecosos reclaman sus juguetes a los gritos. Algunos hombres miran de reojo los culos de las vecinas y la ancianita reza un padrenuestro,  mientras el viento despelota el árbol de navidad, refugiado inútilmente entre macetas.
Afuera la noche tiene un regusto verdoso, las luces dibujan fantasmas sobre el pavimento.
Carmela sale de la cocina rejuvenecida por el vestido negro y saluda a cada uno de los asistentes. Recién después los invita a acercarse a la mesa, donde el cadáver de su Héctor yace exquisito.