Bestias

Foto Dave McKean
En el zoológico de la ciudad japonesa de Hokkaido, reinaba una gran expectación: pronto habría nuevas crías. Con ese fin habían comprado a Tsuyoshi. Por otro lado, Kurumi, una hembra hermosa predispuesta al cortejo, esperaba en su jaula. Ella también había nacido en cautiverio y aceptaba su estado carcelario como un hecho natural.
El zoo ardía en esperanza de oseznos. Los niños se asomaban, animados por sus padres, para espiar a la pareja: un par de osos polares que se bañaban en la piscina. Nadie sospechaba esa piel negra debajo del pelaje atrayendo la radiación solar, tampoco conocían su hábitat ni su forma de vida. Allí se reducían a bestias ancestrales a las que el género humano había privado de identidad. Rastreaban en vano el aire en busca de crías de foca, mientras los visitantes aplaudían sus gruñidos y se entusiasmaban ante cualquier signo de desesperación. El Hombre contemplaba su obra maestra, la ferocidad del mundo rendida a sus pies.

Los cuidadores del zoológico municipal esperaron con paciencia la multiplicación del negocio. Pero había un problema: el animal visitante no daba signos de amor y cortejo hacia su pareja. Ellos, haciendo gala de su inteligencia, se obstinaron en que su naturaleza tarde o temprano cedería. Les llevó dos años advertir que Tsuyoshi también era hembra.

Perfume mecánico

Fue decidido a comprar una nariz. Había leído “gracias a las moléculas en estado gaseoso, los vapores pueden ser percibidos como olor”. Si era cierto y en el sentido del olfato intervenían el gusto, la vista y la memoria: se estaba perdiendo una parte vital de la existencia por no poder oler.
Imaginaba cómo sería ese mundo desconocido, los llamados perfumes. Los imaginaba con colores cálidos o verdosos, con crujidos, con texturas diversas. Todo resultaba insuficiente. Llegó al mostrador del local y señaló un aparato, luego apiló unas monedas en la mano del vendedor y salió.
Se colocó el dispositivo para experimentar qué era un olor. Lo primero que sintió fue náusea, después fue recuperándose y sólo le quedó un sabor amargo. Las voces eran ácidas; el roce con la gente le resultaba picante, insoportable. Volvió a la tienda, “el aparato no es el correcto” afirmó, ante la cara de asombro del vendedor, que lo miró con nostalgia como quién añora redescubrir el mundo, “es este otro el que usted necesita”, le dijo.
Afuera de la tienda esperaba la calle con su vaho metálico. Dios, detrás del mostrador, hizo el recuento de narices y suspiró, como cada día antes del cierre.

Banderas

"Dios, ¿Por qué no existes?" (Unamuno, Salmo I)
Había una vez un niño tácito.
Lo de siempre:
tierra seca, harapos, hermanos.

Trabajaba hasta ponerse el sol.
Mugre, sudor, soledad.

Su vida valía muy poco
según estimaban las cifras de oferta y demanda.

El niño tenía dueños caros y sueños raros.
Creía que Dios era una planta medicinal.

Lo habían convencido de que la
libertad no existía
aunque porfiados, cada nueve meses,
siguieran brotando de su madre hombres libres.


Foto TOIYI

Culpables

Ilustración Laurie Lipton
Cuando entró a la casa la vio sentada en el sillón como siempre, la tele estaba encendida. No hubo nada que le llamase la atención salvo aquella mancha en el suelo. Se aguantó el reproche y pensó “es desordenada hasta para comer”. Ella le sonrió con escasa convicción e hizo un amague de beso, le advirtió “he cenado” mientras él apilaba los papeles con gesto parco.
El hombre caviló sin echar de menos el llanto de su hijo “qué alivio la casa en silencio”, se dijo . La sala estaba casi a oscuras y encendió una lámpara. Las sombras se dibujaron en el empapelado de manera filosa. Ignoró la mirada desorbitada de su esposa y el aliento ácido que expelía su mueca. En el cuarto, la cuna vacía olía a redención.