Poema rojo

No tengas miedo
cuando me acerque a tu sangre y me la beba,
cuando te muerda la pena,
y el silencio se llene de un crujido extraño.

Mi boca estallará con tu nombre.
Un murmullo te desvestirá en pedazos.
Y seré un sueño tuyo que se infiltra. Drácula de amor, ensangrentado.


En esa soledad secreta
menos solos que siempre.
Para resurgir nocturnos,
refugiados del olvido.
Desarmados.
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Lapiedá bar

“S i te f u e r a s de u n a puta v e z no s e n t i r í a este v a c í o” gritaba el poeta borracho. Ella estaba lejos o no existía, eso apenas importaba. En ese antro se decía que el poco oxígeno y el olor a meo atenuaban los recuerdos, quizá por eso la escasa concurrencia acostumbraba convocar a sus fantasmas. Allí se les teñía por igual la ropa con el humo, eran todos espectros amarronados de diferente material. El poeta también. Hacía veinte años que su poesía consistía en encastrar piezas en una fábrica.
Esa madrugada una mujer ancha y pintarrajeada se le acercó y le dijo “Soy yo, poeta”. El poeta cesó su monólogo aturdido y la miró como si revolviera cajones. Un momento después le sobó la pierna con delicadeza y descubrió las medias caladas. Los del tugurio festejaron que por fin se callara e hicieron bromas obscenas. El poeta miró el suelo y la mujer lo besó engrasándolo de fucsia. Un perfume le llenó los ojos de un agüita marrón. Ella se puso el abrigo con una cadencia triste, le acarició la cara y forzó un “Pero ya no te quiero” antes de cruzar el bar. El poeta penó su taconeo, algunos juran que murmuró gracias.