Insecticidio

Bichos de alitas inmundas, con esos cuerpos regordetes cargados de larvas. Recuerdo cómo empezaron su invasión lenta hace algunos veranos. Primero, tímidamente, sobre los armarios de la cocina, después se instalaron en los placares; y en poco tiempo ya habían copado la nevera, el horno y hasta los rincones más disimulados de la ducha.
Sacabas del cajón un par de medias, abrías la tapa del inodoro o te hacías un té, y ahí estaban: sembrando sus gusanos por todos lados, cientos de bebecitos asquerosos que se arrastraban a sus anchas por paredes, platos y cubiertos.
Cuando los vi en el chocolate que guardaba en la caja fuerte –suizo, extrafino, con almendras enteras, ochenta y cinco por ciento cacao– estallé de ira. Fui a la ferretería, a la droguería, a la farmacia… Cargué un arsenal de veneno.
Ellos me esperaban en casa, como siempre, frotando amenazantes sus antenas. Ni bien entré, pude sentir cómo los miles de ojitos brillantes escudriñaban todos los rincones de mi ropa. Les dirigí una mirada que supieron comprender en seguida –no tenían un pelo de tontos–, así que sacudieron sus patitas y fruncieron el morro a la espera de que atacara primero; aunque yo me mantuve impasible y esperé (años de convivencia con ellos me habían enseñado lo propio de la especie: conocía su estrategia, había aprendido a moverme como uno más; podría decirse que casi tenía sus hábitos).
Esa misma noche rocié con veneno los armarios, la cama y la nevera. Coloqué trampas deliciosas a las que no podían resistirse. Lo sabía bien: en el fondo eran bichos débiles, ordinarios.
Podría haberme ido, pero me acomodé en el sillón y me serví un jugo de naranjas recién exprimido; paladeé el amargor con placer, mientras comprobaba en nuestras alitas los estertores de la muerte.

Hambror

David conocía su destino, pero tenía demasiada hambre para ser un cobarde. Durante horas, trazó surcos en las piedras y cruzó a llaga limpia el valle de Efes-damim.
Debajo del único manzano, encontró a Goliat, que dormía enroscado en su lanza. Lo reconoció por sus pies enormes y se sentó junto a él, procurando no romper la quietud.
Las tripas de David rugieron y el gigante abrió los ojos. En un acto automático, ambos alzaron los escudos. Solo se oyó el zumbido de una mosca que revoloteaba entre los dos.
Al ver que nadie atacaba primero, gigante y pequeño se buscaron la cara. Para su sorpresa, encontraron una mirada apacible detrás de los hierros, y se olfatearon como bestias en edad de jugar.
Una fruta madura pendía sobre ellos: la piel frutal era un imán para sus lenguas, mientras la mosca acompañaba con lascivia cada movimiento.
Cuando por fin estuvieron frente a frente, se desgusanaron las llagas. Luego David arremetió contra la carne roja y Goliat, mansamente, se dejó devorar.