Atentación

Faltaban minutos para que él llegara. Ella se recogió el pelo y se examinó en el espejo del cuarto. Su boca se entreabría virgen de menjunjes labiales. Sentía la exquisitez de su piel, cómo la entrepierna le devoraba lo blanco del raso.
Se vistió y buscó la calle. Su gabardina escondía pezones altivos, la respiración le hinchaba el escote. A cada paso se decía “él está más cerca” y eso la hacía sonreírse, sus caderas pendulaban en un recuerdo acuoso.
Se detuvo frente a la iglesia y quedó inmersa en la pequeña multitud. Se fijó en los árboles de la plaza desnutridos de invierno, la sacudió un escalofrío.
Algunas mujeres le dieron la bienvenida en el pórtico. Una de ellas le besó las manos y luego se ubicó junto a las demás. Había rostros expectantes diseminados por los rincones. El viento volteaba las guirnaldas con que habían decorado el pueblo y hasta los niños correteaban con una felicidad apolillada.
La mujer se quitó la alianza que le estrangulaba el anular y la guardó en el bolso. Sintió un alivio orgásmico. Los pensamientos le llenaban el cuerpo de humedad. El perfume angélico –ella podía olerlo– resbalaba por su pubis, le hacía cosquillas. Volvió a pensar en él y en aquellas tardes de domingo.
A pocos metros, la iglesia derramaba el rumor de un rezo colectivo. Se persignó. El altavoz anunciaba la llegada del automóvil.
Besó el rosario que llevaba sobre el pecho, el mismo que le había regalado él antes de marchar. Apretó los dientes, recordó la textura de su espalda antes del traslado. Habían pasado años desde entonces. La soledad la atacaba de noche pero era el rezo el que la ayudaba a olvidar.
El coche negro se detuvo frente a ella y la puerta se abrió. Lo suponía al corriente de su matrimonio santo, del hecho que ahora fueran afines. En el interior del vehículo el cuero lustroso sostenía una masa amorfa y pálida. Sor Juana se reclinó, le tomó una mano y besó su anillo dorado.
Después lo miró con serenidad y dio fe de que el tiro de gracia le perforara la frente.