Taura vida

Foto Antonio Mas Morales
“Para los Aries, día asombroso”. El horóscopo era contundente aunque el señor Flores no creyera en los astros. Se levantó porque el sol ya le ardía y se secó el sudor. Abrió una bolsa de papel y alimentó a sus aves. La mayoría arrastraba alas enormes y sanguinolentas.
El señor Flores también sentía debilidad por los gatos del descampado y cada vez que podía les convidaba restos de pescado. Tenía a dos preferidos: uno era huraño y tuerto, el otro siempre aparecía cojo por peleas callejeras. Además había perros en el baldío. El más pequeño tenía un gruñido agudo que al señor Flores le provocaba risa, y lo dejaba dormir cerca de él. Ninguno tenía nombre y de cuando en cuando irrumpían atropellados. Todos parecían esperar su turno. Eso pensaba el señor Flores, mientras se agachaba con dificultad para llenarles el cubo con agua.
El señor tenía tres hijos, uno de ellos vivo. Le gustaban las tardes de sol y el sonido de las bicicletas al rodar por el cemento. A veces le venía toda la memoria de repente y se le metía en el zapato. Era una gran piedra gris, su memoria. Esa tarde se precipitó una tempestad mientras las tripas le hacían ruido. El señor Flores se refugió bajo la chapa. Después arrimó su banquito y lo secó con cuidado. Volvió a mirar las hojas sueltas del periódico y caviló “debe ser el diario de mañana”.

Carne

Foto Alex Lucka
Lo conmovió su ternura rabiosa, esa voz que le acariciaba las entrañas a través del teléfono. No quiso esperar más y le dio su dirección.
El grifo goteaba. Ya lo repararía, ahora lo más importante era preparar la cena. Una mujer más volviéndolo loco, gastándole la boca con su sexo. Por qué tenía que pensar en Elena. Su propia vida no le pertenecía. Todavía digería el final. Una pila de libros esperaba su regreso, aún le dolían los rincones.
La desconocida había llamado a la puerta y pronto estaría a su mesa. Bebería vino antes de comer. Se sentiría abducido por su piel, por esa belleza animal que prometía exquisitez. Quedaría satisfecho, con la lengua áspera y platos por fregar. Y lo más importante: el recuerdo de Elena habría de borrase por un rato.
Al cruzar la puerta le quitó el abrigo rozando su espalda con los dedos. Las especias perfumaban la cocina, las ollas bullían con desesperación. Y allí estaba esa mujer y él desnudándola. Tenía unas piernas larguísimas que le recordaban a Elena. Muchos lunares, algunos quejidos, el agua herviente manchada de maquillaje.
Un par de horas después lo de siempre. Ella sobre la mesa con el punto de sal, él maldiciendo el goteo del grifo con el último bocado.