Destino

Cerró la última maleta, estaba pesada. La arrastró unos metros y el cierre explotó, “mierda” se dijo, y puteó al vacío como quién hace un conjuro hacia un dios torpe.
Estaba cansada. Ya era la hora, si no se apuraba perdería el autobús y también el avión, pero si se iba perdería todo lo demás. Era el gato el que la miraba recordándole todo eso: “basta, chinito, o te meto en la jaula ya mismo” lo increpó sin convicción, mientras el felino se lamía una pata gris.
Ana estaba segura de que ninguna pérdida era irrevocable salvo la del deseo, y deseaba cruzar el mar desde arriba para habitar su pasado. Ana pensaba todo eso mientras encintaba la valija y amenazaba al gato, mientras cerraba puertas y ventanas y comprobaba que bajo la cama sólo quedase un calcetín o alguna que otra foto blanquinegra.
Sonó el teléfono pero no atendió. Sabía que otra vez le rogarían que se quedase, que volviera, que esperase... “Esta vez no” se dijo, y arrastró el bulto más grande hasta la puerta de entrada. El gato maulló. “Es tarde, entra po” y resignado, el chinito se acomodó en la gran jaula saboreando su condición de nuevo preso.
Ana miró la hora y recordó caras, muchas caras, demasiadas, y se despidió de los fantasmas queridos. Bajó por el ascensor, se acercó hasta donde se depositaba la basura y arrojó las maletas al contenedor con cuidado de que no se abriera ninguna, para que no se escapase la que había sido. Después cruzó la calle, le advirtió al chinito “no digas una sola palabra” y paró el bus, estrenando mujer.