Caza

Una vela roja en el centro la mesa. Al costado, un recipiente con flores marchitas por la proximidad del fuego. Vajilla blanca con borde azul, dos copas: una manchada de bordó.
En la cocina humeaba una olla inmensa. Se subió a la silla y revolvió, los huesos empezaban a flotar en una salsa espesa. Había seguido al pie de la letra la receta hallada en el cajón, “Carne al ajillo”.
Ella llegaría de un momento a otro. Encendió la calefacción, barrió los pelos esparcidos por el suelo, sacó la basura. El fregadero era un cúmulo de utensilios sucios: trozar esa carne le había costado más de lo previsto. Valiéndose de una banqueta alcanzó el grifo, lo abrió y se dispuso a lavar. Cuando recién había enjabonado sonó el timbre. Puteó, se secó en la servilleta que llevaba por delantal.
Abrió la puerta y la vio extraña: de las grandes orejas le colgaban dos pendientes de plata y lapislázuli. Aun así la encontró bonita, los dientes le brillaban. Por su expresión entendió que tenía ganas de verlo. Lo primero que ella hizo al entrar fue beberse el agua del florero. A él no le importó su falta de elegancia: la familiaridad que mostraba en casa ajena le resultaba excitante. Una vez ubicada a la cabecera de la mesa, comenzó a roer un pan con semillas de sésamo. Él le ofreció guardarle el abrigo, ella se negó:
–No es un abrigo –le comunicó. Los dos rieron.
“Voy a ver qué es ese olor” masculló él. En la cocina la olla bullía con furia, el caldo rojo ya bañaba las hornallas. Mientras tanto, ella cavó un pozo pequeño al costado de la mesa y se agachó para orinar.
Él se subió a una silla y observó el cocido: vio brillar unos ojitos. “Carajo, olvidé quitárselos”, dijo y los pescó con una cuchara larga. Se quemó, rechinó los dientes y maldijo, después buscó el cesto de basura y se deshizo de esa última mirada de espanto.
La cena estaba lista y preparó un recipiente grande. Volcó la carne con algunas verduras alrededor. Lo llevó a la mesa a los saltos, haciendo equilibrio. Le preguntó a ella si prefería brazo o pierna. Ella respondió “lo primero”. Él se relamió los bigotes agradeciéndole al cazador el haberle perdonado la vida, y se sirvió más zanahorias.

10 comentarios:

La Morsa a la Deriva dijo...

Ayyyyyyyyyyyyyyyy, cuánta ternura en esa cena de enamorados...

Juan dijo...

Jaj! Genial Musa!!

Melina dijo...

Leí, leí y leí. Por aquí y hacia abajo. El cuerpo de estas letras malditas, Doña Musa Rella, parece ser como el de aquel ¿loco? sastre. Collage en pie de recuerdos rotos que juntos vienen a conformar algo nuevo. Frankenstein escalofriante y encantador cosido con inconfundible hilo rojo-pasión. Rebelde "engendro" que ama mucho y mata un poco.
De las poesías qué decir.., son lo que más me gusta.
Beso grande.

J.G. dijo...

las musas siempre las culpables, perdón por comentar el título del blog

Héctor Daniel Burini dijo...

Hola Musa, bravo Musa yo soy Daniel le puse un cuento y otro poesía

Sandra Sánchez dijo...

ummm me ha gustado mucho.

Letras de Arena dijo...

Como siempre tu cocina de la escritura es de alta calidad.
Un besito Musa.

José Ignacio García Martín dijo...

Los ojos de postre, igual no habrían estado mal...
Por cierto, qué hambre me ha entrado.

Stradivarius dijo...

¿Con qué regamos un buen cazador al ajillo? Quizá con tinto, el vino blanco va mejor para los pescadores :-)
Gracias por el cuento, Musa.

malditas musas dijo...

Gracias a todos por sus comentarios :)

Abrazos,
musa rella